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American Arcadia, la distopía ya tiene música de ascensor

La última obra del estudio español Out of the Blue Games es un videojuego ambientado en una ciudad retrofuturista que desmonta, con sonrisas y puzles, las promesas de la vigilancia dulce y la libertad como decorado

Martes, 27 de mayo 2025, 09:42

Durante años pensamos que la distopía llegaría envuelta en humo negro y represión militar. Nos preparábamos para el totalitarismo clásico, para el golpe seco del poder que no se oculta. Pero mientras tanto, el futuro se nos coló por la puerta trasera, disfrazado de entretenimiento. «American Arcadia» no se presenta como un videojuego de terror, ni como un manifiesto ideológico: su estética es retro, su tono amable, y su mecánica de puzles y plataformas casi nos tranquiliza. Sin embargo, hay algo profundamente inquietante en esta comedia distópica desarrollada por el estudio madrileño Out of the Blue Games que, con más de una sonrisa, se atreve a preguntarnos si la vigilancia puede volverse deseable, si la libertad no es más que una palabra con luces de neón.

Al jugarlo, es inevitable pensar en «El show de Truman», aquella película de Peter Weir en la que Jim Carrey encarna a un hombre vive sin saberlo dentro de un plató gigantesco, rodeado de actores que fingen ser su familia y amigos. Pero «American Arcadia» va más allá. No se trata solo de un individuo engañado, sino de toda una ciudad construida como espectáculo. Una ciudad que recuerda a las utopías prefabricadas del siglo XX, donde cada semáforo, cada jingle, cada sonrisa en la oficina está programada para maximizar la audiencia. Porque en Arcadia no se vive: se rinde. Se rinde espectáculo, se rinde eficiencia, se rinde sumisión. Y se hace con gusto, con alegría televisada, como si la felicidad fuese el resultado de una fórmula publicitaria.

Controlamos a dos personajes: Trevor, un ciudadano modélico atrapado en esa Arcadia artificial, y Ángela, una técnica del mundo real que decide ayudarlo a escapar. Trevor se mueve en un plano lateral, como si su existencia estuviese literalmente constreñida por los márgenes del decorado. Ángela, en cambio, se desplaza en entornos tridimensionales, abriendo puertas, pirateando sistemas, sorteando cámaras. La diferencia no es solo visual: es simbólica. Trevor es el sujeto observado, el cuerpo que se desplaza bajo la mirada del panóptico; Ángela es quien accede a las tripas del sistema. El salto entre dimensiones es también un salto entre niveles de conciencia.

Y ahí está una de las virtudes del juego: su estructura jugable funciona como metáfora de su discurso. Porque «American Arcadia» no se limita a contar una historia sobre la vigilancia: la encarna. Nos obliga a movernos entre lo visible y lo oculto, entre la superficie cuidadosamente escenificada y los entresijos de un sistema de control tecnificado y burocrático. Es difícil no pensar en la novela «1984» de George Orwell, pero aquí el Gran Hermano no grita desde una pantalla: sonríe desde un logo corporativo. La violencia no es explícita; es ambiental. No hay torturas ni fusilamientos, solo métricas, rankings, ratings. El castigo ya no es la muerte: es la irrelevancia.

La ciudad de Arcadia es un producto diseñado para ser consumido, pero también para producir: emociones, adhesiones, datos. Cada habitante es a la vez actor y consumidor, esclavo y cliente. Y así, el juego traza un paralelo inquietante con nuestra realidad contemporánea. ¿Qué es Instagram sino una versión doméstica de Arcadia, donde el valor de una persona se mide por su capacidad de entretener? ¿No hemos aceptado ya que nuestro trabajo, nuestras relaciones y hasta nuestra tristeza deban presentarse en formato atractivo, vendible y visible? La vigilancia se ha dulcificado. Ya no se impone: se desea.

En ese sentido, el espectador se convierte en carcelero. Y no tanto porque quiera castigar, sino porque quiere ver. En Arcadia, los personajes menos populares son eliminados del programa, y lo que parece una mecánica de «reality show» se convierte en metáfora feroz del capitalismo. La manoseada meritocracia alcanza aquí su forma más perversa: sobrevivir depende de ser útil, interesante, rentable. Y si uno deja de serlo, se desvanece. Es la lógica de las redes sociales llevada al extremo: visibilidad como sinónimo de existencia.

La estética setentera del juego no es solo un homenaje visual. Funciona como anestesia. Los colores pastel, los muebles redondeados, la música ligera: todo está pensado para hacernos sentir seguros, nostálgicos, felices. Pero debajo de ese envoltorio amable se esconde una maquinaria de control perfectamente engrasada. Como en las novelas de Ray Bradbury o en la adaptación televisiva de «Westworld», la belleza del decorado no hace sino acentuar la violencia de lo que oculta. El juego logra que sintamos incomodidad en medio de la armonía, que sospechemos de la amabilidad, que empecemos a intuir que la tiranía puede tener forma de jingle.

«American Arcadia» también habla de la desobediencia como una grieta y no como un acto heroico y espectacular. Ángela no es una revolucionaria carismática, ni una líder mesiánica. Es una trabajadora con acceso a los sistemas de control, que decide, en silencio, tender una mano. En un medio tan dado al heroísmo ruidoso, es refrescante encontrar una narrativa de la insurrección basada en la empatía, en el cuidado, en la decisión de mirar al otro como algo más que un objeto de consumo. Trevor, por su parte, no es un elegido. Es un hombre cualquiera, uno de tantos, cuya vida gris y anodina se vuelve intolerable cuando comprende que está atrapado en una mentira.

Esa es otra gran virtud del juego: hacer de lo cotidiano un problema filosófico. ¿Qué es una vida auténtica? ¿Es posible vivir sin ser visto? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra comodidad, por nuestra visibilidad, por la ilusión de seguridad? A través de sus mecánicas y su narrativa, el juego no responde a estas preguntas, pero las plantea con honestidad y sin condescendencia. Nos obliga a mirarnos en el espejo de Arcadia y preguntarnos si acaso no vivimos ya en una versión edulcorada de esa cárcel televisiva.

Incluso el diseño de niveles y la interfaz refuerzan esta sensación. Los entornos están llenos de cámaras, sensores, paneles luminosos. Hay algo en su disposición que recuerda a los decorados de un programa infantil, pero también a los pasillos sin alma de una oficina moderna. El juego sabe que la opresión del siglo XXI no necesita barrotes: le basta con métricas y formularios. La burocracia del espectáculo se presenta aquí como la versión final del control: una en la que el castigo se automatiza en lugar de imponerse.

La estructura narrativa fragmentada —cambios de ritmo, saltos temporales, perspectivas cruzadas— funciona también como reflejo de la vigilancia contemporánea. No hay una sola cámara que todo lo ve, sino una multitud de lentes que nos observan a trozos, de forma discontinua, como los datos que recogen nuestros teléfonos, nuestras búsquedas, nuestras rutas por GPS. El control no es absoluto, pero es ubicuo. Y esa es su fuerza: la sensación de que, en cualquier momento, alguien puede estar mirando.

«American Arcadia» es también un juego sobre el lenguaje. No hay discursos grandilocuentes, pero sí una utilización muy afinada del léxico corporativo, de esa jerga tecnoburocrática que convierte la explotación en eficiencia, la represión en protocolo. Las pantallas no dicen que alguien va a morir: dicen que ha sido «cancelado». Las cámaras no vigilan: optimizan. El lenguaje se convierte en una capa más de anestesia, una que no duele pero entumece. Es difícil no recordar aquí a «Noticias del imperio» de Fernando del Paso o al Orwell de «Política y lengua inglesa», donde se advierte del poder que tiene la retórica para domesticar el pensamiento.

No es un juego perfecto, ni lo pretende. Algunas secciones jugables pueden resultar repetitivas, y la resolución de ciertos puzles cae en la rutina. Pero eso, lejos de ser un defecto aislado, se integra en la propuesta: la repetición no es solo una mecánica, es una metáfora. La rutina de Trevor es la de todos nosotros: despertarse, trabajar, sonreír, repetir. El tedio como forma de opresión. Y el juego lo sabe, y lo usa.

En sus mejores momentos, «American Arcadia» no se siente como una historia que jugamos, sino como una historia que nos atraviesa. No importa si logramos escapar con Trevor, si desactivamos todos los sistemas de control o si Ángela sobrevive a su rebeldía. Lo que importa es la grieta. La grieta en el decorado, en la lógica del rendimiento, en la fantasía de que todo va bien. Es un juego que, sin alzar la voz, deja una pregunta flotando en el aire: ¿y si lo que llamamos libertad es solo el decorado más sofisticado del espectáculo?

En tiempos donde cada gesto se mide, se evalúa y se comparte; en una época en la que ser visto es más importante que ser; «American Arcadia» propone un recordatorio incómodo: que la belleza puede ser una trampa, que la eficiencia puede ser violencia, y que la libertad, si no se cuida, acaba convertida en una etiqueta más para vender camisetas.

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