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Esperar algo en el incendio

Nintendo Switch 2 cuesta 469,99 €. El cinismo, algo más

Miércoles, 4 de junio 2025, 19:21

Lo que me inquieta no es la propia Nintendo Switch 2. Es lo que se dice de quienes la esperan. Hay una nueva forma de escarnio flotando en el aire digital. No grita, no insulta en algaradas, pero deja cicatriz. Aparece cada vez que alguien dice que le hace ilusión jugar al nuevo Metroid en una consola recién salida del horno. No importa cómo lo diga. No importa si lo razona o si se lo calla. Siempre hay alguien que responde como quien corrige una falta de ortografía moral. «¿Vas a dejarte 470 euros en eso?».

El tono, claro, es el de la superioridad resignada. El que ya se ha dado cuenta de todo. El que no cae. El que no se ilusiona. Y a mí me pasa algo extraño cuando leo esas respuestas. No me indignan. Me entristecen. Porque en realidad no están hablando de la consola. Están hablando del deseo. Y están diciendo, sin querer, que desear es una forma de fracaso.

No estoy aquí para defender a Nintendo. La historia es conocida: ha convertido lo afectivo en catálogo, la nostalgia en producto, la infancia en capital simbólico. La Switch 2 no es una revolución técnica. Es un refinamiento. Un estribillo conocido en mejores altavoces. Y, sin embargo, en esa repetición hay algo que aún nos convoca.

Y eso —el aún— me interesa.

No por la consola en sí, sino por lo que significa quererla. Porque una parte de mí también desconfía, también sospecha, claro. Pero hay otra parte, más callada, más antigua, que recuerda la espera como un pequeño ritual. Esa emoción que no nace del análisis técnico, sino de la posibilidad de habitar, aunque sea un rato, otra forma de tiempo.

No es fácil explicarle eso a alguien que ya no siente ilusión por nada. Que ha aprendido —porque no le quedaba otra— que esperar es exponerse, que desear es cavar un agujero. Que ilusionarse es, básicamente, dejarse estafar con una sonrisa. Y, sin embargo, algo se pierde cuando solo nos protegemos.

Cuando era pequeño, quería una Game Boy (nunca la tuve) con la intensidad con la que ahora quiero una tregua. Me acuerdo de desearla como quien desea una bicicleta que vuela. No por lo que haría, sino por lo que me permitiría ser. Hoy sé que ese deseo estaba ya mediado por mil fuerzas —el marketing, el cole, la tele, la escasez—. Pero también sé que era verdadero. Como es verdadero, hoy, el de alguien que espera jugar a Zelda en 60 FPS en un junio demasiado caluroso.

Lo que me inquieta es que hayamos convertido esa verdad en algo de lo que avergonzarse. Que se haya instalado la idea de que solo los ingenuos se ilusionan. Como si no saber protegerse fuera una falta. Como si solo el que ridiculiza al que desea tuviera la razón. Como si la única forma aceptable de relacionarse con el mundo fuera la sospecha. Pero sospechar no es lo mismo que comprender. Y burlarse no es lo mismo que pensar. A veces, la crítica se convierte en coartada. No para entender, sino para desentenderse. Para no sentir. Para no arriesgarse a que algo —una consola, un verano, una historia— nos toque sin permiso.

No creo que comprar una Switch 2 sea un acto político. No lo es. Tampoco creo que renunciar a ella lo sea. Ambas cosas son elecciones personales dentro de un sistema que ya ha decidido por nosotros lo importante: cómo se produce, cómo se distribuye, qué emociones son rentables.

Pero eso no quiere decir que no haya margen. Hay un lugar pequeño, precario e inestable, donde aún elegimos. No para cambiar el mundo, pero sí para habitarlo de otra manera. Para reconciliarnos con la idea de que desear algo, aunque venga con envoltorio, sigue siendo humano.

Y en ese lugar, a veces, alguien decide esperar. No para presumir. No para consumir sin pensar, sino porque necesita recordar que no todo está clausurado. Aunque cueste más de lo que debería. Aunque sepa que no resuelve nada. Aunque se le olvide en una semana. Hay quien llama a eso escapismo. Yo no estoy tan seguro. A veces, jugar no es huir. Es regresar a algo más blando. A una versión de uno mismo no del todo domesticada por la urgencia. A una forma de presencia que no se mide en rendimiento ni productividad.

Jugar, si uno se lo permite, puede ser eso: el gesto más inútil y, por eso mismo, más necesario.

La Nintendo Switch 2, como casi todo lo que nos rodea, viene envuelta en contradicción. Lleva en sus entrañas la lógica entera del presente: la obsolescencia, el marketing emocional, la promesa de lo nuevo como consuelo enlatado. No hay en ella una pureza que rescatar. Pero tampoco hay en ella un mal intrínseco. No es símbolo de nada si no la cargamos con él. Y, desde luego, no convierte a nadie en estúpido por quererla.

Eso sí que me preocupa: que el juicio se desplace del sistema al individuo. Que se desplace, sobre todo, al individuo que desea. Entiendo a quien no se ilusiona. A quien ya no quiere saber nada. A quien mira todo esto como una fotocopia del pasado. Tiene razón. Pero también entiendo a quien espera. A quien marca el 5 de junio como quien espera a alguien que vuelve. Tiene razón también. No por la consola, sino por seguir creyendo que hay gestos que todavía merecen la pena, incluso si se dan en medio de un sistema que nos desgasta.

No quiero decir que ilusionarse sea un gesto heroico. No lo es. Pero tampoco es un error. Es, quizá, el último hilo que nos conecta con lo que fuimos antes de saber tanto; una forma pequeña de memoria: acordarse de lo que nos importaba antes de que todo se volviera contable. Antes de que desear se convirtiera en una forma de culpa.

Y mientras exista esa memoria —aunque sea mínima, aunque no tenga utilidad— todavía queda algo por lo que seguir ilusionándose, sin la ambición de transformarlo todo. Aunque venga en caja. Aunque no cambie nada. Aunque venga con botones.

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