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No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, siempre mienten». Cantaba en 1983 Germán Coppini con Golpes Bajos. En Barcelona, en aquel ... tiempo, jugué unas pocas veces al póquer en la timba de un bar del Putxet que era de mi amigo Joaquín, quien velaba para que no me metiera en líos. Uno de los jugadores habituales era un tipo antipático que no se quitaba nunca las gafas de sol. Se creía que era porque daba el cante de su jugada con los ojos y lo evitaba con las gafas negras. Hasta que una noche, me contó Joaquín, hubo una bronca entre el de las gafas y otro jugador, que le metió al primero un sopapo y le voló las antiparras. En vez de contestar a la agresión, el agredido recogió con presteza las gafas del suelo y se las puso de nuevo. Pero dio tiempo a saber que la razón de sus perennes gafas negras no era lo que decían de sus cartas los ojos, sino que era tan bizco como el hoy olvidado actor de cine mudo Ben Turpin. Supe que el estrábico vergonzoso no volvió nunca a la timba.
Los ojos, la manera de mirar, revelan a veces (o corroboran, cuando ya tenemos los datos y se han descubierto los secretos) los rincones más oscuros de la condición humana. Me producen un morboso interés las miradas de los asesinos. Las que se aprecian en buenas fotografías de retrato o, mejor aún, en los primeros planos de grabaciones. La intensidad febril, de infierno interno, también de brasa de psicosis, que asomaba por los ojos de Charles Manson o el caníbal Andrei Chikatilo, el carnicero de Rostov. O, todo lo contrario, de aparente mansedumbre y mirada anodina en armonía con el resto de la cara de Jean-Claude Romand, el impostor parricida que analizó Emmanuel Carrère en 'El adversario'. La mirada más perturbadora y congelada, de reptil, como paralela o ajena a lo humano, me parece la de otro parricida, José Bretón (retirada Anagrama, ¿qué editorial publicará el anatemizado libro de Luisgé Martín?).
En otra dimensión, la de asesino colectivo o criminal de guerra, me fascinan los ojillos de Putin. Tienen también la inexpresividad quieta de Bretón, pero en tamaño pequeño (cada vez más, con el paso del tiempo; quizá sea simplemente por años de bótox), como los ojos de un tiburón. No me sugiere que revelen su dimensión cruel sino algo quizá peor: impasibilidad, indiferencia.
Finalmente, está la mirada de uno mismo a solas ante el espejo. Si admitimos que cada uno tiene la cara que se merece cumplidos los cincuenta y que la mirada preside el rostro, conviene mirarse de vez en cuando y reconocer la verdad de lo que ves en el fondo de tus ojos y asoma al otro lado del espejo.
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