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Leía la prensa con displicencia, sentado en el butacón de orejas que preside el salón de casa, aprovechando la ausencia de mi mujer y su ... afán por encargarme cosas cada vez que encuentro un ratito para relajarme leyendo el periódico. Me sorprendió nuevamente el enésimo debate lingüístico que afronta Euskadi: el Mito de Sísifo en versión 'harrijasotzaile'.
El penúltimo enredo, si recuerdan, es el que aborda la cuestión hamletiana de si la UPV-EHU debe pasar a llamarse exclusivamente EHU, desprendiéndose del acrónimo que responde al nombre de la Universidad del País Vasco (UPV) en castellano. Vamos, como si a Bernardo lo dejas en Nardo, por economizar como en los telegramas antiguos.
Parece claro que si debatimos sobre naderías como ésta, evitaremos tener que explicar cuestiones al parecer secundarias como el nivel educativo o la cuestionable posición que nuestra institución formativa ocupa en el concierto internacional.
No contentos con el caso del increíble nombre menguante, ahora nos hemos enredado en una cuestión sanitario-lingüística. Al parecer, la sanidad vasca adolece de un problema existencial que nada tiene que ver con enfermedades, ni con sanar a los enfermos como cabría esperar, sino con la pericia lingüística del galeno que nos atiende. Nada que ver con la víscera lingual, no se confundan, sino con el idioma.
¿Debemos exigir el euskera como requisito en las oposiciones o, por el contrario, debe valorarse simplemente como un mérito?, se preguntan nuestros sesudos gestores. Y es que cuando hay que optar entre la lengua del profesional o la pericia en el desempeño clínico, se me antoja que algo estamos haciendo rematadamente mal.
Aquella lectura me estaba poniendo mal cuerpo, así que dejé el diario sobre la mesa y aproveché la soledad para descabezar un sueñecito tras la indigestión mediática. Como por ensalmo, me hallé de repente desnudo y yaciente en un quirófano con un respirador que me impedía hablar, rodeado de un tropel de gente 'enmascarillada'.
Medio atontado -un poco más que habitualmente, entiéndase- pude escuchar cómo discutían dos galenos sobre quién debía realizar la intervención, dado que el paciente -o sea yo- había omitido rellenar la casilla de si prefería ser operado en euskera o en castellano. Yo quería decirles que soy de buen conformar, cuando uno le decía al otro que tenía el C1 y éste abandonaba el quirófano desairado.
Alguien, que parecía ser el anestesista, se acercó a mi oído derecho susurrándome un «lasai» que enseguida capté y traduje correctamente. Más tarde escuché un ronroneo: «Mesedez, zenbatu hamar arte». Y yo que únicamente egunoneo pero veía al doctor House, como un pichoncico tembloroso, me puse a la labor tan disciplinado: bat, bi, hiru, lau, mientras me iba sumergiendo en la placidez de la inconsciencia.
El ruido del ascensor y el roce de la llave en la cerradura de la puerta me sacaron de aquella pesadilla lingüístico-sanitaria, sudado y tembloroso. Y el clásico «¿no te habrás quedado dormido con las camas sin hacer?» sonó en la casa como una sugerencia irrechazable a la que respondí con un brinco delator.
Y me dije que nuevamente convertimos el euskera en objeto de debate, huyendo del camino de la seducción y del amor a la lengua, propiciando la estampida de profesionales y el desapego de propios y extraños, ahuyentados por el ruido ambiental.
No entendimos el proverbio «quiéreme menos, pero quiéreme mejor». Maite nazazu gutxiago, baina maite nazazu hobeto. Vamos, que no abraces tan fuerte, que no me dejas respirar.
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