Isabel Allende y la novela de sagas
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Una heroína que enlaza con el clan familiar de 'La casa de los espíritus' protagoniza un texto exuberante de géneros narrativosSecciones
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Una heroína que enlaza con el clan familiar de 'La casa de los espíritus' protagoniza un texto exuberante de géneros narrativosPese al carácter artificial que tienen todas las etiquetas, sí puede decirse hoy que lo que en García Márquez se llamó 'realismo mágico', y lo ... que Carpentier bautizó como 'lo real maravilloso', eran acuñaciones que sirvieron para identificar unos estilos literarios muy concretos y marcados por una serie de elementos fantásticos y oníricos, deudores del surrealismo, el expresionismo y la literatura del absurdo, así como por una voluntad fundacional que los hacía inconfundibles y genuinos.
Voluntad de la que carecieron algunos epígonos tardíos del boom latinoamericano. En 'La casa de los espíritus', publicada en 1982, el pelo verde de uno de los personajes, Rosa, resultaba un tanto postizo, como el don adivinatorio, el de hablar con los muertos o el de mover objetos sin que mediara el contacto físico que poseía Clara, su hermana, en aquel debut novelesco ya alterado por los reconocibles ingredientes del bestseller.
Isabel Allende ya estaba literariamente en otra cosa: en un producto comercial que conciliaba las rentas del boom con las del kitsch político, el género histórico y el de las sagas familiares. Rosa y Clara eran los primeros personajes apellidados Del Valle, de los que la escritora chilena -aunque nacida en Lima- daría al lector noticia. En aquel texto, Clara del Valle se hacía con del mando narrativo al morir su hermana. Su fecha de nacimiento se situaba en 1899, y ya desde niña se contaba a sí misma su vida en un diario que heredaría su nieta, Alba del Valle, a inicios de los años 50 del pasado siglo y en el que esta se inspiraría para escribir la historia de la familia. El segundo personaje importante de la saga que lucía ese mismo apellido fue Aurora, una fotógrafa profundamente unida a su abuela, Paulina del Valle la cual, en 'Retrato en sepia', obra publicada en 2000, nos trasladaba hasta el siglo XIX, y cuyo cuadro genealógico la unía a los Sommers, una familia acomodada de la colonia inglesa de Valparaíso que era la que protagonizaba 'Hija de la fortuna' (1999). De este modo, esas tres entregas novelísticas de temas variados e intereses dispersos quedaban, al menos formalmente, integradas en un mismo ciclo narrativo.
Es a ese ciclo al que pertenece 'Mi nombre es Emilia del Valle', la nueva novela de Isabel Allende, cuya protagonista y narradora en primera persona nace en el San Francisco de 1866 de una exmonja irlandesa, Molly Walsh, y un potentado chileno, Gonzalo Andrés del Valle, que no se hace cargo de ella pero le lega su apellido. Pronto sabremos que Molly le dio a su hija un afectuoso padre adoptivo al casarse con Francisco Claro, un maestro de escuela mestizo y de buen corazón, así como que la infancia de Emilia transcurrió en La Misión, un pobre y pintoresco barrio californiano poblado de inmigrantes irlandeses, alemanes, italianos, mexicanos y algunos chilenos.
La novela se abre de manera efectista cuando la niña ha cumplido los siete años y su madre la lleva a una taberna en la que se conserva la cabeza cortada, con los párpados cosidos, de Joaquín Murieta, un personaje poco recomendable que nos remite a la segunda novela del ciclo. Tras esa visión, Molly conduce a su hija hasta la mansión de su verdadero padre, al que no ha conocido, con un propósito similar al que mostró al morir la Dolores Preciado de 'Pedro Páramo' cuando ordenó a su hijo que viajara a Comala para que su padre le diera lo que le debía. La herencia que en justicia le correspondería a Emilia del Valle queda, de este modo, esbozada como un trasunto de un texto exuberante en vicisitudes, en el que Allende no duda en verter ciertos rasgos claramente autobiográficos, entre ellos la irrevocable vocación de escritora y periodista de su heroína.
Es esa vocación la que lleva al personaje a escribir en su adolescencia novelas de aventuras, a trabajar en un periódico local y a aceptar la misión de corresponsal de guerra en la Revolución de 1891, el conflicto armado de ocho meses que vivió Chile cuando el presidente de la República José Manuel Balmaceda cerró el Congreso Nacional y el ejército se dividió entre los partidarios de este último y los del autócrata. A la acción argumental que ha de tener como escenarios el campo de batalla, los hospitales y las cárceles se suma la propia lucha de la protagonista contra los prejuicios sexistas de la época, que le imponían escribir con seudónimo. Y a ese plano de la problemática de la mujer se suman otros como el sentimental, su relación con el periodista Eric Whelan, que toma la palabra en un el epílogo del libro y cierra esta epopeya femenina en technicolor narrativo.
Sergio García
Harry McCoy tiene horror a la sangre, es un bebedor empedernido al que ni siquiera una úlcera rabiosa es capaz de poner freno, y su mejor amigo es un mafioso al que le cuesta decir que no porque le debe más de lo que está dispuesto a reconocer. Aun así, McCoy, que parece siempre asomado al abismo, es un policía entre un millón, capaz de investigar varios asesinatos que pasan por muertes más o menos naturales, una desaparición y hacer de topo en una comisaría donde se ha infiltrado en busca de uniformados corruptos. Como Alan Parks tiene por costumbre, la trama discurre en el Glasgow de los años 70, «donde cualquier esperanza parece abocada a hundirse en las gélidas aguas del río Clyde». Una ciudad que es un personaje más de la historia, habitada por borrachos, prostitutas, bandas de delincuentes y, esta vez, algún que otro fanático religioso; salpicada de almacenes y descampados donde recibir una paliza, llenos de basura que puede esconder un cadáver. El infierno, vamos, salvo que sufras alguna tara y prefieras 'Trainspotting' a los cuentos de hadas. 'Cualquiera puede morir en junio' se disfruta con independencia de haber incursionado antes en la saga que arrancó con 'Enero sangriento', aunque el catálogo de personajes -el comisario Murray, el voluntarioso Wattie o el mefistofélico Cooper- arrastren un pasado. Y ya se sabe, todos tenemos uno y nunca dejamos de ser esclavos de nuestras decisiones.
Iñaki Ezkerra
Cuando hablamos del sentimiento de la extrañeza solemos pensar en algo ajeno a nosotros, que sucede sin que lo acabemos de comprender y que, por esa razón, nos despierta perplejidad. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando la extrañeza nace de nosotros mismos, y cuando somos nosotros la causa de esa sensación? Este es uno de los fenómenos que comparece de manera recurrente en 'El buen mal', un volumen en el cual la escritora bonaerense Samanta Schweblin reúne media docena de relatos, inspirados en el don de transmitir al lector esa clase de extrañeza tan paradójica como el título del libro.
En 'Bienvenida a la comunidad', una mujer que vive con su marido y sus dos hijas pequeñas en un acomodado barrio intenta quitarse la vida lanzándose al agua desde un muelle próximo a su domicilio, con unas pesadas piedras atadas a la cintura. Algo en su interior le impide consumar el suicidio, y un rato después se hace una pregunta que en el texto es esencial: «…cómo puede ser que haya pasado lo que pasó y yo me sienta tan bien, y hasta el pelo se esté secando». Ella aún no lo sabe, pero un vecino con el que mantiene una relación hostil ha sido testigo indiscreto de su amago suicida y, en ese contexto de normalidad doméstica, no tarda en aparecer para erigirse en la voz de su conciencia: «Qué increíble verla circular tan campante, después de lo que hizo esta mañana». Unos excelentes relatos en los que a la extrañeza íntima con el yo se suma la familiaridad con los desconocidos. La gran clave del libro reside en esa paradoja.
Julio Arrieta
Una de las características más llamativas del pontificado de Francisco fue la hostilidad de la que el Papa argentino fue objeto desde el momento en que salió elegido en el cónclave de 2013, tras la renuncia de Benedicto XVI. Entonces comenzó lo que el periodista Pedro Ontoso describe como «un acoso permanente», un ataque continuo por diversos frentes que explora en 'El complot contra el Papa', magnífico ensayo periodístico que, como avanza el subtítulo, analiza, desmenuza y muestra «la lucha feroz por el poder en la Iglesia católica» desencadenada por los sectores más inmovilistas de la propia Iglesia. La llegada de Francisco supuso «el inicio de un pontificado reformador con una agenda muy concreta», marcado por una audacia que «le generó un sinfín de enemigos dentro y fuera de una Iglesia que ahora es más universal y menos autorreferencial y eurocéntrica». En la historia reciente de la Iglesia, todos los Papas, bien por inmovilistas, bien por reformadores, han tenido que enfrentarse a voces críticas y rechazos más o menos virulentos, pero Ontoso destaca cómo el caso de Francisco es excepcional. Hay que remontarse muy atrás en el pasado para encontrarse con obispos y cardenales llamando hereje a un Papa. Eclesiásticos como los que forman parte del entramado político, económico y religioso internacional, armado con su propia maraña de medios de comunicación, que Ontoso disecciona con documentación abundante y con fuentes en el mismo Vaticano.
J. Ernesto Ayala-Dip
Asaltando a Baltasar Gracián, a propósito del nuevo libro del director de cine Fernando León de Aranoa, 'Leonera', podríamos afirmar que la buena literatura, si es breve, dos veces buena. (No es el caso de este autor, pero recuerdo que hubo unos años en que se puso de moda la narrativa de frase breve, con el consiguiente cansancio narrativo de los lectores). Esa apelación a lo escueto se vio como necesaria, pero con el tiempo se comenzó a vislumbrar como un truco. Por suerte todo vuelve a la normalidad, que consiste en alternar los dos estilos, el amplio y el concentrado. El de León de Aranoa apela y redunda en la sentencia, por lo menos así nos lo mostró en su libro anterior, 'Aquí yacen dragones'.
Ahora todo es distinto, además de igual. Quiero decir: Aranoa alterna la línea a lo Ramón Gómez de la Serna en sus inmortales 'Greguerías', sólo que más narrativas. (Una greguería: «El agua es el silencio que habla en cascadas» para mí la mejor definición del sonido del agua). Un ejemplo del libro de Aranoa: 'Sospecha': «¿Y si el cielo fuera en realidad un falso techo?». Creo que don Ramón hubiera envidiado esta greguería. Libros como este nos alivian de la abundancia sintáctica innecesaria. Nos recuerdan que las cosas tienen una exactitud, un perímetro ajustado a la importancia de lo nombrado. Ni una letra más ni una menos.
Fernando León de Aranoa es un cineasta que se ha ganado el prestigio con tres o cuatro películas fundamentales del cine español. (Yo siempre recordaré una que debería recuperarse en los cineclubs, 'Familia', donde hace brillar con luz propia a la actriz Amparo Muñoz, dueña de algo más que de una silenciosa belleza). En el cine de Aranoa impera la sobriedad de imagen y palabras. como en su nuevo libro.
Pero 'Leonera' no solo se desliza por lo casi invisible, sino que cada tanto se arriesga a prolongar su radio de acción sintáctica. Cuando eso sucede, esa amplitud da lugar a una contaminante imaginería de primer orden. Veamos, por ejemplo, el relato 'Adagio n 4'. Hay un músico polaco llamado Darius Dobrzynski, barroco. Aranoa nos cuenta que este adagio fue prohibido en algún momento, dado que quien lo escuchaba terminaba suicidándose. La historia es absolutamente verosímil, sólo que en realidad este músico nunca existió. Este adagio era interpretado por las tropas polacas durante sus campañas militares en el siglo XVIII. Cuando la triste melodía llegaba a los oídos de los soldados enemigos, por sí solo sucumbían.
No me resisto a compartir con los lectores este texto de 'Leonera': «No es más libre el perro que tiene la correa más larga. Es más delito robar abrigos en invierno. No es más justa la sociedad que fabrica más balanzas». Recomiendo este libro a todo el mundo, pero sobre todo a los matemáticos y lógicos tipo Ludwig Wittgenstein, que existen.
Pablo Martínez Zarracina
La gran novela sobre Londres y la novela sobre el estado de la nación son subgéneros británicos que tienden a confluir e implican una enorme ambición. Andrew O'Hagan la derrocha en 'Caledonian Road', un texto que aspira a capturar el desconcierto del Reino Unido contemporáneo sumergiendo al lector en el laberinto del Londres de 2021 y trayendo a su mente a antecesores que van desde Dickens a Martin Amis y nos han proporcionado horas de felicidad lectora.
O'Hagan se dota para el desafío de un protagonista memorable llamado Campbell Flynn. Se trata de un profesor de arte que ha conocido el éxito como divulgador estiloso y combina el esnobismo del triunfador al máximo nivel con la inseguridad del desclasado. La esposa de Flynn pertenece a la nobleza y uno de sus hijos se ha convertido en un DJ que viaja por el mundo en avión privado.
Además de ingresos para sustentar su tren de vida y saldar algunas deudas peligrosas, el protagonista -que se considera «un intelectual liberal con una gran capacidad para la justicia»- necesita algo no tan habitual: tener la certeza de que es una buena persona. No resulta fácil cuando escribes un ventajista libro de autoayuda por dinero, cuando la inquilina del sótano de tu casa en Islington te considera un usurero, cuando tu mejor amigo protagoniza el caso de corrupción empresarial del que habla todo el país y cuando los tejemanejes de los oligarcas rusos instalados en Londres salpican a tu aristocrático cuñado.
La redención de Campbell Flynn, su intento para demostrarse que no forma parte de todo aquello que debería detestar, pasa por acercarse a Milo Mangasha, un alumno brillante que combina el activismo con el dominio de las nuevas tecnologías y pronto se revela como un hacker despiadado. Curiosamente, esta relación fáustica entre profesor y alumno es al tiempo el hilo -rebosante de explosivos- de la narración y su aspecto más endeble.
O'Hagan no termina de justificar la fascinación del protagonista por el joven, ni tampoco de dotar de credibilidad a la actividad de este, pero a cambio construye en torno a ellos una madeja de tramas que retratan con filo y verosimilitud desde los vetustos clubes de «los alegres chicos del Brexit» a los camiones en los que las mafias introducen en Reino Unido mano de obra ilegal y barata.
El mosaico funciona de un modo notable y la escritura del autor se muestra tan eficaz para mantener la tensión narrativa como talentosa para brillar en diálogos y descripciones. 'Caledonian Road' es una novela que alcanza una gran altura en busca del elevadísimo objetivo que ella misma se impone. Late en sus páginas el espíritu de una época confusa y ensimismada en la que todo parece a punto de desaparecer.
Mariano Villarreal
Esteban Betancour es un escritor uruguayo, responsable del muy interesante blog Visión Prospectiva, que residió durante seis años en Ginebra. Tuve el placer de conocerle en el festival Celsius de Avilés, un evento consagrado a la fantasía, la ciencia ficción y el terror, y ahora publica su segunda novela en una editorial española. Sin duda, la globalización tiene también efectos positivos. 'Las guerras secretas' es un apasionante e inteligente thriller de ciencia ficción que toma como punto de partida la famosa interpretación de los mundos múltiples de la física cuántica. La obra presenta una estructura narrativa compleja, conformada por diálogos, fragmentos de pódcast, artículos de periódico, mensajes de WhatsApp, grabaciones de cámaras de seguridad, documentos clasificados… que apoyan la impresión de verosimilitud e inmediatez de una trama que transcurre en tiempo real.
La muerte en extrañas circunstancias de un científico del CERN y de un popular periodista conocido por sus denuncias contra supuestas conspiraciones globales despierta el interés de la prensa y de la policía judicial. La inspectora Denisse Levernier se verá inmersa en una investigación que conecta las revolucionarias teorías del físico asesinado con la enigmática Oficina para el Desarrollo Convergente. Un plan secreto, a una escala inimaginable, capaz de asegurar la supervivencia de nuestra especie… o de condenarla para siempre.
Elena Sierra
La última novela de la superventas María Dueñas, la autora de la famosísima 'El tiempo entre costuras', vuelve a cruzar el Mediterráneo para acompañar a una protagonista de nombre Cecilia en sus andanzas por Orán y alrededores. Cecilia es una de tantas personas españolas que, buscándose la vida, huyendo de la miseria (y hasta de su propia identidad: nunca sabremos su nombre real), intenta construir presente y futuro en la colonia francesa. No está nada fácil, ya que los españoles tenían que cambiar de lengua y de costumbres y, en principio, para ellos eran los trabajos más precarios -también para otros inmigrantes y para los argelinos de origen no francés-. La historia suena actual, no está de más recordarlo. La novela da muchísimos detalles sobre el día a día de aquellos trabajadores muy bien integrados en la narración, sin que entorpezcan la lectura, cosa que se agradece (hay mucho 'erudito' incapaz de hacer buen uso de la documentación en la ficción).
El único pero a una historia que se lee de corrido es que, al llegar a la guerra de la independencia de Argelia y toda aquella violencia, el personaje, que no ha tenido problema en significarse en otros momentos, de repente cuenta lo que sucede con muchas precauciones, con una voz que no parece la suya, sino más de hoy que de entonces. Es algo habitual en este tipo de libros, supongo que porque nadie quiere que le saquen cantares aunque quien habla sea un personaje de ficción.
Borja Crespo
Irene Márquez no suele estar en las quinielas principales del aluvión de autoras que están destacando en el mundo del cómic, prácticamente es única en su especie. La dibujante más salvaje de la revista 'El Jueves', y de nuestra historieta en general, se mofa de la sombra que agita la guadaña, de la espeluznante parca, con su característico sentido del humor negro como el carbón, en 'La muerte (de Irene Márquez)'. Macabra hasta decir basta, la culpable de 'Esto no está bien' vuelve a demostrar que lo suyo es inquietar al lector, congelarnos la sonrisa y señalar dónde está la casilla de salida.
Autsaider Comics vuelve a acertar con una edición cuidada. Márquez firma una antología bien orquestada, donde la problemática del suicidio, explorado con angustia y sensibilidad, se cruza con las tribulaciones de una muerta muy viva en un sepelio o el chapucerío de un verdugo que no está bien dotado para decapitar. Lo interesante del conjunto, para nada irregular, como suele ocurrir en este formato, es que emociona y produce un escalofrío, o una terrible carcajada, a un mismo tiempo, y quita hierro al asunto de abandonar este mundo. La facilidad de la creadora, también guionista, para manipular nuestra psique, con un llamativo estilo gráfico -aflictivo por momentos, con esos rostros de mirada estremecedora- es digna de elogio. 'La muerte (de Irene Márquez)' es una de las obras más importantes del año.
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